Vasos comunicantes

Ocurrió en gran medida porque H siempre fue proponeso a creer en la causalidad. Por esto y, sobre todo, por esa manía tan suya de leer la letra pequeña, los múltiples destinatarios de los fwd y los avisos que le llegaban a la bandeja de entrada del correo electrónico. Tan dueño como era H de sus cosas y su espacio, permitía continuamente anónimas invasiones a las parcelas virtuales en las que también vivía.
Y así fue como reconoció aquella combinación de números como identidad de otra persona. Era el número de teléfono que él y M habían tenido cuando vivían juntos. Era, exactamente, con todos los prefijos posibles, el número que marcaban sus amigos para avisarles que llegarían un poco tarde a la cena o que se sumaba uno más. El número que su madre apuntó en la nevera el primer día que se lo instalaron. Era el mismo número que marcó durante noches, desesperado, intentando encontrar a M en casa cuando sabía que yo no lo iba a descolgar el telefonillo nunca. El número que borró de agendas, de libretas, del listado del móvil aparecía ahora, encubriendo los datos de un nombre, de alguien que recibía la misma invitación para asistir a la premiere de la obra de un amigo dramaturgo.
Aquellos nueve dígitos, en silencio desde hacía casi dos años, se empeñaban en volver a sonar. H se preguntó quién podía tener esa dirección de correo. Y, con la caja de Pandora abierta, escribió un email a su amigo para preguntárselo.
Lo escribió y mientras pensó en M, como no podía ser de otra manera. Y por un momento fantaseó con la posibilidad de que ella fuera la que se escondía tras aquella cuenta de correo. Pero no podía ser M.
Ocurrió algo, consecuencia efectista de esa explicación causal del mundo tan de H, que lo complicó todo un poco más. Un fallo en la instalación eléctrica del piso de barrio residencial en el que vivía ahora le dejó sin ordenador durante horas. Y H se adentró en esa hora de la tarde en la que es tarde para salir a tomar un café y demasiado pronto para empezar con la ginebra que el cuerpo llevaba un rato pidiéndole. Y, como si de una película de bajo presupuesto se tratara, en la habitación sólo H y el teléfono inalámbrico estaban iluminados.
No.
Salió de casa.

H se subió al coche y se alejó de las calles de la ciudad dormitorio en la que sabía que esa noche no iba a dormir. Sin un rumbo, tonteando con el paseo de la ría y con el campus universitario acabó en el barrio viejo, que estaba atestado de gente con trajes de oficina y tacones tomando vinos y riéndose. Por un domesticado perro de Paulov acabó buscando al tío de la guitarra que le pasaba la hierba hace años. Iba a ir a donde siempre y hacerse un peta. O la cabeza, por su cuenta y riesgo, le iba a reventar. Pero al levantar la vista, supo que ya era tarde para preocuparse por su cabeza. La casa.
Sin darse cuenta, H había acabado justo debajo de la casa. Las cortinas seguían siendo las mismas, aquellas que por dejadez ni él ni M cambiaron. Aún eran feas. No había ninguna luz encendida y consideró un truco más del destino y todo eso el haberse quedado como un tonto frente a aquel segundo piso, de fachada granate y ventanas de madera.
Los juegos de un niño agotando la tarde le sacaran del ensimismamiento. Se revolvió el pelo, extrañó tanto a M y evitó añadir banda sonora a aquel momento para no llorar y alejarse con la dignidad que aún le quedaba en el fondo de la cajetilla de tabaco. Antes de girarse, le sorprendieron unos geranios a un lado del balcón.
Empezó el camino a casa. Allí, en la bandeja de entrada, le esperaba el azar
en forma de flor.

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