Tablero de dirección*
Fue una tarde de abril, mientras hablábamos una vez más de la casualidad -en aquellos días en que existía como único tema recurrente, y era una de mis más profundas obsesiones-, cuando M, una amiga de la facultad, decidió contarme su historia.
Quizás porque la zona en la que vivía por entonces tenía el trasiego nocturno propio de los locales de alterne y la venta de drogas, M siempre que se le hacía muy de noche llamaba a un taxi para volver a casa. Antes de que los focos del coche comenzaran a lamer las calles, M ya había dado su dirección al taxista. Había tenido una noche de muchos reencuentros -amigas que volvían a casa después de estudiar fuera, compañeros de instituto que hacía tiempo que no veía- y ocupó su mente en recordar algunas conversaciones y algunos rostros que el tiempo había dotado ya de cierta gravedad. Probablemente por eso no se fijó, hasta que ya era tarde para corregir la dirección con alguna rotonda, en que estaba en la otra punta de la ciudad, frente a un portal que, desde luego, no era el suyo, en un calle con un nombre que nada tenía que ver con el que ella había dicho. El portal era de esos que llaman la atención, con una enorme puerta blanca y un número de pisos que no pretende devorar la ciudad proyectando infinitas sombras. M avisó al taxista de su error y volvió a indicarle la dirección correcta. El hombre arrancó un poco a disgusto, porque esa carrera ya no la cobraría, y unos minutos después la dejó en la puerta de casa.
Hubo algo más que recordar aquella noche, algo que mantuvo despierta hasta tarde a mi amiga. Había conocido a un chico por medio de un compañero de clase. Y no se lo había quitado de la cabeza.
Lo cierto es que M y aquel chico comenzaron a quedar con frecuencia y después de algunos cafés, risas y conversaciones atropelladas por la ilusión y la coincidencia, se enamoraron. A los dos les gustaba la pintura de principios del XX y un día, con esa excusa, él le pidió que lo acompañara a casa para enseñarle unos libros. Mientras caminaban, mi amiga tuvo la mente ocupada en el movimiento de sus manos, en la piel suave del cuello que la camiseta dejaba al descubierto, por lo que no se fijó en el recorrido que hacían hasta que volvió a tropezar con la enorme puerta blanca que había visto semanas antes desde el taxi. Él sacó las llaves del bolsillo y la invitó a entrar en casa. M, según me contó, supo que desde el principio ella estaba destinada a cruzar el umbral de aquel edificio.
*en más que evidente homenaje a Rayuela
1 comentarios:
Seis entradas reservadas para los chicos del Paraguas ;)
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