Lino (I)

Había que ser serios. Realmente, ¿cuántas posibilidades había de que un simple gesto le acercara a desafiar al destino? Es cierto, se dijo, hay gestos muy simples, incluso torpes, que han marcado la Historia con mayúscula. El del tipo aquel cuando apretó el botón de la Bomba H, por ejemplo. O ese que tenían los emperadores romanos con el pulgar en plan "estás vivo" o "no, tú te jodes y que te coman las fieras". Pero esos gestos no cuentan. Lino pensaba más bien en un movimiento mucho más -¿cómo decía el profesor de interpretación? sí, orgánico, algo firme, rudo, pero orgánico en esencia. Algo tan rutinario como extraer del bolsillo trasero del pantalón de un completo desconocido su cartera, así como todos los pertinentes e inevitables carnets. Ojo, que esa forma de moverse por el mundo Lino la desarrollaba con mucha dignidad y siempre se recordaba a sí mismo que era uno de los oficios más antiguos del mundo, que databa de la Edad del Cuero -nada que ver con aquella película sadomaso que alquiló una vez para saber más acerca del tema. Así que, siendo serios, ¿qué posibilidades había de que un simple gesto le acercara a desfiar al destino? Cuidado, que se trataba del Destino con mayúscula. No de un arresto o detención o la cara decepcionada de su madre -hijo,otraveztehanpillado,vayapordios,quécosamástorpe-. El Destino con mayúscula tenía que ver con Gael y Gael, víctima y testigo del frustrado robo en el autobús, y amantes desde ese cruce de miradas que el pobre Lino había provocado y por el que no vio remuneración alguna. Malditos.
Hay que aclarar que Lino respetaba totalmente la intimidad de sus pacientes -que era como prefería llamarlos, y así sentirse un poco útil para la sociedad, porque Lino creía en la Sociedad con mayúscula- y por las mismas ni se imaginaba que aquel tipo, el tipo más gris y más triste del autobús de las 13.40, se llamaba Gael. Es más, Lino sólo conocía a dos Gael: el actor mejicano y el hijo pequeño de la vecina separada que tenía por costumbre darle patadas cuando se cruzaban en el descansillo. El hijo, no la vecina, aclaraba siempre Lino que cree que hay que contar las cosas bien contadas o si no mejor contar un chiste sin gracia directamente. Pues el tipo gris se llamaba Gael. Y la chica pelirroja, rizosa, de buen ver y de mejor volver a mirar, también. Esa chica que tenía todas las papeletas para ser la mujer de su vida hasta que, en vista del intento de expolio, le clavó el marcapáginas de madera que tenía en el regazo. Que tenía en el regazo ella, porque Lino lo que tenía era una magnífica brecha que conducía un poco más lejos del jodido infierno. Gritó, como por otra parte manda el protocolo en estos casos de semiamputación, y se refugió en el suelo a modo de desmayo, vahído, presíncope, perdida de la presencia de ánimo. Y entonces ocurrió.
Fueron dos hechos los que desencadenaron el posterior caos. Por un lado, Gael y Gael cometieron el poco eufónico error de enamorarse -con los intercambios de fluidos, regalos, llamadas, cepillos de dientes, cajas con sus cosas, llaves de casa, típicos en estos casos. Se volvieron inseparables y una incógnita para sus amigos, que ya no sabían a cual de los dos llamaban. Lo más desastroso, eso pensó la madre de Gael (chica), fue en la boda cuando el cura dijo aquello de "Gael, aceptas a Gael como tu legítimo...". Detalles sin importancia, pensaban los enamorados, que habían comenzado a ser un único monstruo con dos cabezas llamado Gael, o Gael al cuadrado para la prima Rebe que era la mejor en mates de la clase.
Claro que eso no fue un desafío al Destino precisamente, porque al Destino lo están molestando cada dos por tres tipos que hacen rafting, adolescentes que juegan a la ohuija en casa de la abuela, empresarios que vierten residuos tóxicos en lagos de agua yanotanpotable, chicas que dan otra oportunidad al tipo ruin que se lió con su mejor amiga, y el pobre tiene que valorar un poco qué es un desafío y qué una anécdota para su suplemento bimensual (desde que comenzó a salir con aquella chica taquimeca sacaba dos revistas, un suplemento y tenía también una hoja parroquial).
Lo del desafío al Destino fue, primero y antetodo, sin querer. Ese era el punto que más claro quería dejar Lino, que se estaba viendo ajusticiado, con la soga al cuello, con su vida en el proyector de diapositivas a puntito de dar a play. Sin querer y jamás "apostas", porque uno puede ser carterista y buena gente al mismo tiempo, que él los carnets de socio de la cruz roja, del círculo de lectores y los calendarios y fotos de familia los devuelve siempre a la dirección que aparece en el DNI, que uno por encima de todo es persona, hombrepordios. El desafío, pues, fue sin querer. Lo que Lino no tenía ya tan claro era que aquellos cuatros armarios emportrados que fumaban mientras le miraban de medio lao, como los malos en las pelis, fueran a enterderlo...


Esta es la primera parte de El oficio de ponerle nombre a un carterista. La idea viene del relato Gael de Tino Pertierra que leí ayer en su blog. Espero que no se arrepienta de haber dado pie a esto -y prefiera, ahora, darle una patada a nuestro amigo Lino que además de nombre ya tiene voz, y no hay quien lo haga callar, vayapordios.

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