Telefonillo (I)

A Rodrigo Sigüenza le hacía falta tocar el color. Él era así: un pintor con una técnica tirando a mediocre pero con la ambición suficiente como para ser más plástico que el tacto. Y Rodrigo Sigüenza quería pintar a su vecina de abajo. Esto no era nada sorprendente porque él comenzó a dibujar con la saludable intención de ligar allá por sus dieciséis años. Más efectivo habría sido tocar la guitarra, y eso mismo pensó nuestro artista, pero ahí sí que no había justificación para su escasísimo talento.
En resumen: el artista aún no reconocido por la ignorante y necia crítica local llamado Erre ("R", porque él gusta mucho de lo conceptual) quería pintar a su vecina del segundo izquierda y para eso, dadas sus obsesiones plásticas, tenía que tocarla. Erre tenía muchos pelos de torpe pero ni uno sólo de tonto.
Lo que Erre no sabía era cómo llegar a tocar a aquella hermosa mujer con la que se cruzaba escaleras arriba, escaleras abajo, descansillo de paseo, uy, justo ahora iba a sacar la basura. La respuesta la encontró más por casualidad que por perseverencia. Como llegan las cosas para los hijos de la posmodernidad -pensaría más tarde en off, como en las películas biográficas-: en la ducha.

Fundido a negro para publicidad -inexistente, porque Erre aún no le ha vendido la película a ninguna cadena para que la emita en prime time.

Sí, Rodrigo Sigüenza, "R" en el ámbito de las artes plásticas, encontró la respuesta en el telefonillo de la ducha. No fue un proceso sencillo en absoluto. La compleja maquinaria mental de nuestro artista se inició con una preocupación mucho más terrenal: lo cara que estaba la comunidad del edificio. En gran medida, que al mes pagase aquella cantidad desorbitada se debía a que el total incluía el gasto en agua, dividido de un modo equitativo entre las siete casas. Aquello era totalmente injusto, puesto que su gasto en agua era muchísimo menor que el del tercero derecha, y lo sabía porque cada vez que coincidían en el ascensor su vecino olía detalladamente bien en ropa, axilas, orejas, cabello. Vamos, en absoluto él era sospechoso de hacer un gasto así de agua. Lamentablemente, podría añadir el estudiante del primero izquierda con el que se cruzaba a diario.
Este era el pensamiento de Erre, el desajustado equilibrio en los pagos de la comunidad, cuando una idea fue llevando a otra al ritmo de champú anticaspa para que, finalmente, entendiera aquella verdad que siempre había estado ahí: era el agua lo que comunicaba a los vecinos, lo único -al margen de facturas y un ascensor estropeado con frecuencia- que compartían. El agua, que en ese momento le entorpecía el claro fluir de ideas con el denso fluir del Fructis Acción Definitiva, podía estar empapando en aquel momento el generoso cuerpo de su adorada vecina. El agua es la total comunión de los cuerpos, soltó en un arranque de misticismo el ya por siempre famoso artista conceptual Erre, fundador del movimieno de la pintura del tacto.
Tras esta revalación Rodrigo Sigüenza resbaló en la bañera dándose un aparatoso golpe en la cadera que lo dejaría en cama varios días bajo los cuidados de Margarita, su prima recién llegada a la gran ciudad, enamorada en secreto de él desde los once años cuando lo descubrió posando frente al espejo con sus anecdóticos músculos en tensión. Margarita estaba destinada a ser un cliché, pero esto no le importaba a Erre por dos motivos fundamentales. Primero, porque sabía que toda biografía que pasa a la Historia precisa de una serie de lugares comunes para sorprender con otros giros al espectador. Y segundo, porque ya había encontrado el modo de tocar a su vecina del piso de abajo, de completar su obra pictórica, de crear un movimiento, de ser "R", el artista al que la crítica tendría que elogiar y los merchantes cebar a canapés.

Fin de la primera parte.
(Si una huelga de guionistas no lo impide, próximamente -pensó Erre revisando los fallos gramaticales y las faltas de ortografía- la historia continuará en sus pantallas).


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