B llegó al piso con los nombres de algunas calles de la gran ciudad, de algunas personas, de muchas lecturas y con el código de barras aprendido de algunos sueños. B siempre calculaba sus pasos con un par de movimientos por delante. Era previsora, eso lo había aprendido en los senderos de su pueblo, a través del rumor de las plazas conocidas. Pero B, hace poco, y según me contó, aprendió también a improvisar.
Antes de continuar con este relato, debería aclarar que B esa una de las personas más cabales que conozco, o eso me pareció siempre. Y que nunca ha sido sospechosa de fabular, más allá que cuando quería contarle un cuento a sus primos, ni nadie la tendría jamás por una chica exagerada.
Mi amiga llegó, como decía, a aquel piso, situado en el centro de la ciudad, en una de esas zonas donde las familias se van acomodando, aportando a los bloques de edificios aires de barrio, y se enamoró de la enorme terraza, de lo amplios que eran aquellos cien metros cuadrados abundantes, de la luz que entraba bañando todo el salón desde primera hora de la mañana. Era un piso pensado para unos meses, cuando llegase el verano se volvería al pueblo. Sin embargo, por motivos de trabajo (una beca de investigación que le otorgaba el ministerio), su estancia se prolongó hasta avanzado septiembre. B tenía mucha habilidad para encontrar lo que otros creíamos oculto. De haberse dedicado a la criminología me habría visto en la situación de advertir a todo el mundo que jamás delinquieran, porque seguro que ella los descubriría, más temprano que tarde.
Lo que había descubierto B la tarde en que me llamó por teléfono agitada era que había estado viviendo, desde hacía meses, un par de pisos por encima de la casa donde la pintora, sobre la que estaba investigando, tenía su estudio. Esta investigación revelaba, en gran medida, que la mayor parte de la obra de la artista no había salido a la luz por causas ajenas a su propia voluntad. Y todo aquel posible tesoro había estado tanto tiempo bajo sus pies.
Le pregunté si vivía alguien actualmente en aquel estudio pero ella, claro, ya lo había comprobado, me aseguró que no, que seguía siendo propiedad de unos descendientes lejanos y que ni lo habían puesto en venta ni nadie vivía ahí. B estaba emocionada. La imaginaba insomne, por las noches, pensando que en el suelo tenía la X que marcaba el tesoro -con una vivienda de por medio-, revolviéndose, levantando un cuerpo agitado, haciendo café. Me habló, días después, de lo inútil que la parecía el tiempo en la biblioteca sabiendo que el mejor material estaba tan cerca de su casa. Bromeamos, eso pensé, con la idea de echar la puerta abajo.
Hablamos una vez más antes del incidente. B estaba, sorprendentemente, mucho más tranquila. Me dijo que se iba a centrar en las fuentes oficiales y que, en vista de que no había modo de contactar con los dueños actuales de la casa, dejaría reposar el tema. Tanta conformidad en B me sonó extraña, pero eran días de calor, y todo sabemos que en la gran ciudad el humor es cambiante.
Después ocurrió, lo supe por el periódico. N llegó a la hora del desayuno y me señaló con el índice el lugar de la noticia: "Un terrible incendio acaba con toda la obra de la pintora...". No leí más. Marqué lo más rápido que pude el número de B, le pregunté cómo estaba, qué había pasado. Por lo visto se originó de modo espontáneo, o eso insistía la policía en su versión escrita y en las respuestas que daban a los vecinos. "Una lástima".
Unas semanas después, acabada la beca, B volvió al pueblo. Entre cañas pensamos en si era más terrible saber que aquel piso era la casa de la artista antes del incendio, o si habría sido peor descubrirlo el mismo día del fuego. Hablamos del pánico que desde niña, una vez que la casa de mi abuela comenzó a arder, me daban las llamas. Mi amiga no se lo pensó, cuando supo que había fuego decidió subir a la azotea del edificio con una toalla mojada y esperar a los bomberos. Sin duda, sabía qué hacer en estos casos.
Al despedirnos, nos abrazamos y justo antes de ir cada una hacia su casa le cogí las manos para decirle lo que me alegraba que volviera a estar en el pueblo. B también se alegraba y se fue caminando. Al girarme me quedó la sensación de un tacto áspero, como de piel en carne viva. Me pregunté a qué manos, si a las suyas o a las mías, podía pertenecer aquella quemadura.

6 comentarios:

Anónimo | 5 de julio de 2008, 10:25

Llevo veinticuatro horas pensando en incendios, ratas, cucarachas y demás habituales del estío madrileño. Que no pase nada por favor, que saquen todo esto de debajo de mí ya!!!

(Me ahorras el trabajo, linda, de poner la historia en cuento)

Anónimo | 5 de julio de 2008, 10:46

Te lo dejo aquí que no sabía donde ponértelo. Dicen en Público que todos tranquilos, que el universo no se va a acabar: http://www.publico.es/ciencias/131926/ojos/bigbang, que cuando juegan a acelerar particulas (sweet mother of jesus) saben lo que hacen...

Jenny jirones | 5 de julio de 2008, 10:54

No dudo que sepan lo que hacen (prueba de mi fe en su saber hacer es que no me fui a Cancún ni malgasté las arcas familiares) pero como un grupo de científicos de brillante curriculum han empezado a acojonarse y todos los demás a decir que son unos paranoicos, a mí me cuesta olvidar eso de que también parecían paranoicos Copérnico, Galileo y demás crew de visionarios...
No sé yo, no sé...

Arcángel Mirón | 5 de julio de 2008, 11:37

Pero qué, ¿es real?

Anónimo | 6 de julio de 2008, 1:58

Esperemos que no seas profeta...
(y no lo digo por el fin del mundo).

Marcelo | 6 de julio de 2008, 9:46

Excelente relato, además de inquietante!