Tantos canales han de helarte el corazón

Que no pertenezco a la misma generación que el puñado de adolescentes que a las ocho de la mañana vuelven a su casa dejando un maravilloso vaho de sangría y whisky con redbull en el mismo autobús en el que yo voy a trabajar está claro. La vida laboral es única separando etapas vitales. Y, por si no lo fuera, a la televisión no se le da nada mal. Al fin y al cabo, unos hemos reído con Matilde Conesa –la voz que daba vida a la Bruja Avería- y otros con la Bruja Lola –que aunque personaje, la vida no se la insufla ninguna actriz. Unos hemos llenado las horas de la tarde con Cajón Desastre, Pic-Nic, El Club de Medianoche y mil cincuentas series de animación; y otros se han merendado el longevo Diario de Patricia, Gente o los resúmenes de todos los programas de tele-realidad.
Sí, ya no son dos, ni cuatro canales y medio –aunque fuera inevitable el intento de ver más allá del codificado del Plus-, sino un número indefinido de cadenas temáticas, televisiones locales, regionales y del extranjero. Y está estupendo, claro. Es una parte de la carrera hacia la televisión a la carta. Nada del encorsetado menú del día -por más que pudiésemos elegir entre una sana ensaladita o un documental de La 2- , no, pour Dieu. Ahora podemos degustar cualquier plato de la carta, siempre disponible. Suena bien, aunque no huele del mismo modo: al fin y al cabo, no todos los restaurantes son iguales. Y en muchos sitios, la carta no es ninguna garantía.
Más de un siglo de conocimiento del vértigo permiten que la secuencia de cambiar de canal con el mando a distancia discurra mucho más rápido. Existe un salto en el que los botones se multiplican, las imágenes se suceden a ritmo de pulgar como si estallasen en el televisor. Los talk-show, los reality y otras delicatessen posmodernas se adueñan de la pantalla desde no se sabe qué momento. Hay quien asegura que el pistoletazo de salida lo dio Nieves Herrero con aquel espantoso programa en el que se escarbaba en el sufrimiento de uno de los padres de las niñas de Alcàsser. Seguramente que Paco Lobatón y -el betseller periodista columnista y hombre siempre de su tiempo- Arturo Pérez-Reverte contribuyeron a que los sucesos y el morbo que los envolvía fueran ganando espacio en la parrilla de programación. Por su parte, en aquella gloriosa época, Julián Lago abría la veda del cotilleo y escarnio a golpe de talón de los famosos y las celebridades del folclore ibérico. Así se gesta una nación, porque la tele para muchos viene a ser una patria con guía de actualización diaria.
Y si el pan de cada día se puede ofrecer a los súbditos por mucho menos dinero, mejor que mejor. En 2000 aparece el formato de reality con título en honor a Orwell. Gran Hermano tiene la fórmula: cámaras en una casa, actores que no actúan, seguimiento de la convivencia propia de un campamento lleno de adolescentes superhormonados. No hace falta guión previo, aunque sí un montaje que sepa sacar enjundia de lo anodino. Y si eso no funciona, se fuerza la situación (nada que no se haya inventado con El Proyecto de la Bruja de Blair). Y como es nuevo, y como es intenso, y como se apodera de toda la programación de la cadena: funciona. Así que surgen todos los derivados, véase la convivencia en una escuela para futuras superestrellas del pop, una isla con futuros habituales de programas del corazón o un autobús para futuros desconocidos (la cosa no cuajó). Sería complicado evaluar si abunda o no la creatividad en los programas de entretenimiento, lo que resulta indiscutible es que no es el estilo de los productores ejecutivos de las cadenas, que están continuamente deseando que les sirvan lo que está comiendo el de enfrente.
Esto deja una generación que se ha pasado las tardes sin más ficción que la de los amoríos, muy poco verosímiles, de la ex modelo de turno o las historias de la familia Ubrique que bien podría haber escrito Corín Tellado. Se pasó del culebrón venezolano al boudeville made in aquí –idea original importada, claro. Un contundente puñado de personas que descubren que la vida se parece a Gran Hermano, qué cosas.
Pero no todo es terrible, aunque sólo sea por lo nutrido que es este restaurante. Si se nos atraganta el fast food y no digerimos el suicidio televisado, siempre podemos agenciarnos un buen plato de toda la vida, una historia bien sazonada con su tensión, su pulso narrativo. Y ahí, igual que los hay de Arzak, yo me confieso seguidora de J.J. Abrams. Porque si algo han aprendido los programadores es a contar y diferenciar las temporadas de las series. Ya no vale emitir en la misma quincena dos veces el mismo capítulo de MacGyver. Han aprendido, cierto, pero no sería correcto darles más méritos de los justos, porque la ocurrencia de programar de nuevo series de ficción fue fruto de la ilegalidad, al menos para algunos.
Está claro que si tu dieta se basa en grasas saturadas uno acaba aprendiendo a cocinar. O, mejor aún, aprende a buscar en las páginas amarillas la dirección de otro restaurante. Y si es un free self service, mejor. Lo que ocurre es que es mucho más cómodo utilizar un motor de búsqueda digital. Y allí están, como libros en un estante, todas las series que generan continuas discusiones en foros, estampan sus consignas en camisetas y devuelven la fe al espectador descreído. Tantísimas descargas –no tocar, peligro de ignominia, diría la SGAE- no dejaron indiferentes a los expertos, y ahora las cadenas generalistas inician una nueva carrera por quién emite más y mejores series de ficción.
Como estas series son tan maravillosas y tienen tanto público, se emiten en prime time. Y como ésa es la mejor hora, coincide que la chavalería que comparte el autobús mañanero conmigo está fuera, iniciando el rito que ahora parece halitosis. Así que uno puede esquivar a la ficción, por eso cuando se la necesita las justificaciones por llegar a las nueve de la mañana a casa son tan malas. Amigos, la tele no nos salva.

Artículo publicado el jueves 23 de octubre en el suplemento especial "20 años de Cultura" en La Nueva España.

3 comentarios:

Anónimo | 26 de octubre de 2008, 16:22

Abrams, sin h.

Krasnaya | 26 de octubre de 2008, 17:02

Dos cosas:

¿Alitosis? (¿Halitosis?) Jajaja..

Y otra:

¡¡Qué rabia no haber podido ir ningún día a Oviedooooo!! Supongo que estaría genial, pero el viernes tenía la entrega de premios de Gesto y era el único día que me podía acercar, porque los otros tuve clase. Ya me contarás.
Por cierto, habrá que tomarse algo, ¿no?

Besín, guapa.

begoyrafa | 27 de octubre de 2008, 5:49

Qué resumen más bien tejido Jenny.
La tele, a los afortunados que tenemos acceso a esa mula que ralentiza mi ordenador, la programamos a nujestra conveniencia. A mí me parece maravilloso poder seguir casi a ritmo de emisión Lost, Californication, Swingtown, Dexter o Weeds entre otras.
Un abrazo
Rafa