Un goteo

Por un momento necesitas cerrar el grifo de la ducha. El sonido es tan claro que parece que no estás sola, que alguien está ahí mismo, cantando. Como de momento no tomas más medicación que el surtido de herboristería que te da tu amiga la naturista, nada te garantiza que estés absolutamente cuerda. Pero lo estás. Al menos lo bastante como para saber que no eres tú quien canta: que es una voz de hombre, de adolescente quizás. Una voz por construir. Parece que estuviese ahí, cantándote entre cada azulejo del baño y esos hilos de silicona que impiden que la vecina de abajo te rompa el timbre por las mañanas para culparte por las manchas de humedad del techo. Ya has movido la mampara -y piensas en por qué aún no has arreglado la maldita mampara. El ruido espanta la voz, y al gato que se había quedado atontado con el efecto sauna.
De repente vuelves a estar sola en un baño cuadrado y nadie canta. Aún te queda algo de jabón por el cuerpo pero decides que se lo lleve la toalla. Se acabó la ducha. Como siempre, te resulta imposible anudar bien la toalla y mientras te lavas los dientes, con el pelo mojado, porque el día que optaste por cortarlo fue para no volver a preocuparte por él, te quedas desnuda frente al espejo que, vaya, no te devuelve la imagen de los buenos años. A diferencia de otros días, te tomas un tiempo. Con el cepillo de dientes cercado por el gel azulado efecto blanqueador reparas en los dos o tres kilos que se quedaron muy cómodos en la cadera. Piensas que para haber tenido un hijo no estás tan mal, pero luego recuerdas que casi tener un hijo no es como llegar a tenerlo. Entonces piensas que tú no eres de las que adelgazan con los disgustos. Recoges la toalla, la anudas y en ese momento decides salir a comprar toallas nuevas, de tarde. Verdes o naranjas, que brillen. Y también un buen detergente, de esos que protegen los colores. Escupes. Te aclaras la cara con agua muy fría. Antes de echar de menos la calefacción del piso de Javier vuelve la voz. Sin el agua corriendo es más fácil reconocer la canción. Ahora está claro: en el piso de arriba vive un John Travolta en plena pubertad. Recuerdas la coreografía que montaste para la clase de tu hermana, la cantidad de veces que viste Grease, la obsesión con tener una chupa de cuero muy pesada, llena de cremalleras y tachuelas, como la de aquel amigo de tus padres.
El criajo del tercero te ha devuelto a los años que tienes ahora, a las siete de la mañana, con el pelo corto y mojado.
Aún no sabes que por la tarde te quedarás un rato frente a una escuela de baile y se te olvidará comprar las puñeteras toallas.

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