RIMBAUD EN EL OCASO DE ABISINIA

¿Qué queda de tanta infancia fiera sino esta herrumbre calcinada? ¿De qué nostalgia te alimentas? ¿De qué esperanza has hecho oficio? ¿Quién podrá salvarte de tu cuerpo solo, de tus pocos años, de ese amor perdido en otro tiempo y aún vivo de venganza? Alguien bebió en tu mano el odio que repartes. Jamás tuvo un idioma huésped más ardiente. Tirabas de una gloria de hogueras decayendo y en tu sonora estirpe hubo un aire sin principio, un festín macabro de puñales ciegos. Muy pronto descubriste que los hombres no perdonan la inocencia y es el amor un ciego fumando despeinado cuando el crimen lame las aceras. Ya la noche no basta, fingieron ser más fuertes las vocales. No basta la vida ni el opio minucioso que entreabre el corazón. Hay que lanzar más lejos el grito innumerable, huir de esta vejez anticipada, arrancarse el hábito de la evidencia. La belleza es un muchacho que instaura con su muerte el medallón del horizonte, como otras tantas tardes. La belleza es una culpa y una playa de astro en vilo donde nunca se han posado las palomas. Pero tú la sentaste en las rodillas, te acercaste a ella escupiendo, pero en ti duerme el polen del asombro, la estrofa o la angustia sin tiempo. ¿Qué es el miedo sino armonía desuniéndose, este arpegio de mudez que suena donde vivo? París se te hizo jaula y aún era de día para la despedida. Aullaste un verso último allí donde el exilio es una alfarería de absenta y de temblores, noche adentro buscando el aguarrás de las tabernas. Sonó tu voz drogada hasta la quiebra como una ruina tibia, como un cuarzo se apaga, también como una ortiga, como un humo de kif que te desciende del pecho, súbito de cosas nuevas. Atrás quedó Verlaine, tan tuyo que no existe. Por toda mercancía llevaste una desgana y una sortija de amnesia repitiéndose en tus dedos. Lo nuevo era el desierto, la higuera del origen, la luz de la evasión y sus momentos. Ahí quedáis, mis tercos fantasmas de sílice, mi memoria de carbunclo antepasado, mis obedientes escombros, ahí quedáis, en el cepo de una infancia que desprecio. La nada es mi conciencia y mi clausura. Mi nombre para siempre en letras de orín sobre los muros. Eso os dejo. Mis heces para fundar el sermón de la patria. Soy el más puro de los poetas. El que huyó profundamente...
El ocaso de Abisinia es un ámbar recamado, cetrería de ponientes que bien merecen ser capitular de todo fin, de todo fuego. Y con los ojos hechos menta, encendido acordeón de la derrota, cada vez siento más cerca el alto oficio del olvido.

de Antonio Lucas, Los mundos contrarios, Visor, 2oo9

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