Barra americana en El Cuaderno


Mapa verbal de la no-memoria

En Barra americana se traza un recorrido por los textos y los territorios para hablar con el lector de allí donde ya se ha estado

Los dedos manchados de kétchup como prueba del delito. Llevárselos a la boca con la costumbre de no dejar rastro. “Y a otra cosa”, nos dice el poeta que escribe y da clases. O el profesor que pasea por los estados de ánimo de una tierra a la que le trazan la identidad a 25 fotogramas por segundo. Cómo no sentir nostalgia si ya se ha estado. Hollywood lleva décadas dejándonos las vacaciones en los USA a precio de entrada de cine, o a golpe de mando a distancia en la sobremesa. Cómo no sentir que cada llegada, a través del relato funambulista entre la ficción y otra cosa de Javier García Rodríguez, es un retorno a.

En Barra americana hay un yo biográfico, que ejerce de yo cuando quiere y cuando no se pasea por el campus infinito de un país donde todo es escuela. Lo autobiográfico que arranca el motor de este conjunto de textos de catalogación complicada (suerte que no trabajamos en un supermercado de narrativas para colocar cada fragmento en un estante) se desdibuja y poco importa. Si ya nos dijeron que la memoria es mentira, asumir que la biografía también es más un acto de coherencia que una trampa al borde de cada página del libro. Y es un tanto cínico asumir como mentira aquello que por ahorrarse aristas de verdad se hace más verosímil, hasta el punto de importar al lector, de afectarle. Como decir, tú también has pisado el campo de sueños de Iowa. Tú también estás esperando batear esa dichosa bola.

Hay hoteles y cafeterías y las geografías propias de un relato de viaje. Igual que hay poemas, diálogos entre lecturas y textos, autores citados y autores que no acuden a la cita pero dejan una excusa que acaba por ser, en ausencia, literatura. Más que zapping lo suyo es hablar de hipervínculos. Las ideas se van relacionando como el mapa de una red social que en lugar de acumular sólo nombres (edad, vive en, es de, le gusta) vincula ideas, versos apuntados en márgenes y escenas de hace años que se recuperan los olores, el ruido o aquel silencio.

Barra americana se llena de advertencias que fingen ser retórica que a la vez fingen ser advertencias. Incisos al lector. Una interacción que funciona, porque -aunque este libro no es un videojuego y el rol del lector es el que es, pasivo- se activa por dentro una respuesta. Ejercicios que parecen de taller literario pero que son de taller de lectura, esto es, de vida. Sin temores, no están frente a una taller vital a lo Paulo Coelho –no les haría eso-, sino ante un taller de experiencia. En el modo de contar y de que lo contado adopte sus formas. En el modo en el que lenguaje (igual que dicen de la literatura) es vida, y la vida lenguaje.

No nos sobra un autor que en estos tiempos recuerde que en la escritura está respirando la lectura. No que lean, sino todo lo que se ha leído para llegar a esas líneas, a ese momento de narración, de imagen hecha palabras que a la vez son otra cosa. No nos sobra un escritor que se sienta lector e investigador del verbo hecho carne narrativa. Que además de dejar que le acompañemos en un paseo por una memoria juguetona, allá por los años y Boston, las gentes y Florida, los cafés americanos y cierta América, nos deje acompañarle en la reflexión. Un paseo kantiano, por esto del paseo y la idea, que compensa la exigencia con interés, que atrapa, que divierte (como ya divirtió y atrapó con Mutatis Mutandis, Eclipsados, 2009). Que toca justo ahí, y deja al lector la labor de hacerse cargo (como ya incidía justo ahí con Estaciones, KRK Ediciones, 2007 y Qué ves en la noche, Ed. del 4 de agosto, 2010).

Créanme, no nos sobran escritores que se tomen tan en serio la cosa literaria como para lograr una obra que parezca un operador de ensayos no destructivos. “Y pienso que -curiosamente- así se puede resumir una vida”.


Reseña publicada en el suplemento de cultura El Cuaderno, nº16 (La Voz de Asturias).

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