La convivencia

(o cómo hablar de una novela cuando la autora es tu madre)

Hay cosas que, para que te tomen en serio, no debes hacer. No debes elogiar a los de casa, porque los de fuera de casa no te creerán. No debes elogiar a los de casa, porque si hay objetivamente motivos para que te crean parecerás una presumida y acabarán por escucharte menos todavía. 

Cuando mi madre, que se llama Laura y que ha publicado hace menos de tres meses una novela en Alfaguara, me pasó el manuscrito de lo que iba a ser una extensa historia temblé. A esas alturas, en las que ya tenía más de veinticinco y había entendido que los poderes de los padres son limitados (no, no pueden hacer que salga el sol y salvar el día de playa; no, no pueden salvar al perro aquel del pueblo, que desapareció un día y no volvió; no, no pueden retroceder en el tiempo y mucho menos lograr que la justicia prevalezca en el mundo), sabía que por más amor que sintiera, si la novela no me gustaba, no me iba a gustar. Y aquí una es incapaz de mentir a su madre. Las poquísimas veces que se me ha pasado por la cabeza (mamá, me quedo a dormir en casa de un amiga) ni me molesté. No valgo. Por tanto, si no me puedo engañar a mí misma y mucho menos la puedo engañar a ella, ¿qué hacer si no me gusta aquello que, con ilusión disimulada, me hace llegar, a más de quinientos kilómetros entonces?

El alivio que sucedió al temblor llegó al pasar pocas páginas. Y la confirmación cuando sentó a unos cuantos de los protagonistas frente a una bien abastecida mesa y los hizo hablar. Me entusiasmé. Cosa que un poco hice por disimular, no sea que pareciese subjetiva -más de lo que una es siempre- o que pecara de "rol de buena hija", que debe ser de los pocos pecados que no van nada conmigo. 

Dejar las cosas en sus días se ha quedado en mis días presentes desde que la leí. Y aunque al principio fue como una tromba de agua (la resaca de la lectura reciente, la convalecencia tras todo el arrastre) hace poco me di cuenta de que al mismo tiempo había sucedido algo sutil, algo que sí me ha pasado con alguna novela más, claro. Los personajes se quedaron. Pero esta frase, tan tópica, tan manoseada, la supe cierta como quien da un manotazo en la cara cuando me sorprendí, hará diez días, calentando la leche del biberón de mi hijo, y llorando porque pensaba en Camino y en lo sola que se debía sentir al imaginar el vestido con las florinas pequeñas, que tanto le gustaban a Xelu, teñido de negro por el luto tan reciente. Y las florinas no se verían. Lo negro como una pátina absurda que borra. Que borra todo.

Algo ocurre cuando lo que han vivido algunos personajes nos golpea igual que una historia familiar. Algo ha pasado cuando la ficción se ha puesto a convivir con nosotros más que nuestros vecinos. Algo hace la literatura para crear vida. 

Suena tremendo que diga que mi madre ha creado vida con su novela. No se debe hacer, no se debe decir. La hija de la autora no debería hacer una reseña de la novela. La hija de la autora no debería decir que su madre ha escrito una buena novela. Hay cosas que no, porque no te toman en serio. 

¿No te toma en serio quién?



1 comentarios:

Anabel Rodríguez | 8 de octubre de 2013, 1:01

Yo no soy hija, pero Laura tiene la capacidad de aunar afectos de una forma intensa, en la vida y en la novela. Soy forofa y no puedo hablar de esa novela de otra forma que no sea con entusiasmo.Para ti quedó Camino, para mí quedó Sidra, la pobre Sidra, que a pesar de los pesares era digna de compasión. Sí, es cierto que los personajes se quedaron a vivir. Un abrazo