Discípulos de vuelo


ALFREDO GONZÁLEZ - MAQUETA 2007

Quizás porque el ensanche de los días, como quien tiene que utilizar los últimos agujeros del cinturón después de coger unos alegres kilos –de esos que uno curiosamente no lamenta-, nos exige más actividad y salir de esa cómoda hibernación en la que la luz se retiraba pronto y tímida, quizás por eso cueste más encontrar un salvavidas en este luminoso y ajetreado naufragio. Y por eso resulta tan llamativo que con nueve canciones, y la verdadera historia de los más sencillos sentidos, tengamos no un triste y antiestético chaleco naranja si no todos los elementos necesarios para acomodar un pequeño oasis ocasional. El nuevo trabajo de Alfredo González recupera la esencia de la canción de autor sin producir en el oyente esa acostumbrada sensación de poema musicado.
Alfredo González (La vida del alquiler, 2003) cuenta que nació el año que empezó verano azul y, aunque esto no es preciso que lo cuente, desde entonces bebió del poso de todos los vasos que dejaban a medias los músicos en los conciertos. Su música tiene el eco de otras gargantas, de las que González ha aprendido que la voz también es arma de combate, y sabe por Víctor Jara, que ha de cuidar su lengua, y por los poetas, cómo ha de articularla. Quizás, quien escuche su último trabajo piense mucho en Quique González, en Carlos Chaouen. Quizás piense mucho, mucho, en Fito Páez. Pero si el idioma del desarraigo se esparce en Cicatrices de prestado y la verdad existe en Villalpando y está escrita en servilletas, puede que sea porque la música es heredera de todas las canciones, y porque hay quien sabe ser contador de historias en su tiempo.
Alfredo González ha entendido el significado, distorsionado por la cultura bíblica, de ser discípulo. Y ha entendido que lo importante es tener buenos instructores de vuelo. Él los ha tenido y ahora comienza a extender sus alas.

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