El ruido

Lo cierto es que Jonás no pudo ni siquiera a sorprenderse cuando le llegó la caja de mano del cartero. Era una paquete grande pero con posibilidad de abarcarlo con las dos manos. Pesado, pero no como para que fueran sus esperadas pesas -promesa de un cuerpo perfecto, rezaba el anuncio de la teletienda. El cartero le dejó la caja, le puso un papel para firmar, y se fue como alma acosada por las llamadas de móvil de su mujer.
Es lógico pensar, a estas alturas, que Jonás no encontró las pesas -ni esa figura de atleta con la que soñaba gracias al poder mágico de la televisión- en la caja. En su lugar había un montón de orejas de juguete. Orejas de ratón. De juguete.
- Pero... ¿qué cojones...?
No es lo habitual, y esto deberíamos aclararlo. Es decir, no es muy normal que a un buen hombre, con una exmujer y una hija miope, y un proyecto de puesta en forma y un fin de semana condicionado por la programación de los canales de pago de la tele, le lleguen un montón de orejas de ratón en una caja. Y, puestos a admitir que algún giro espontáneo y socarrón del destino se la quisiera jugar, lo lógico era que fuese un error.
Como aquella vez, piensa Jonás -que nunca fue amigo de una ballena o una paloma, y que ni siquiera conoce la historia bíblica porque se fue de casa muy niño a trabajar en la tahona de unos tíos de San Sebastián-, en que una preciosa chica mejicana lo confundió con "jonasmart@gmail.com", un tipo con el que había coincidido en un accidentado viaje de Puebla a D.F. Una vez más esa estúpida costumbre de decir la verdad lo perjudicaba.
No, no era como aquella vez. Era mucho menos interesante. En sustitución de una esbelta figura con la piel templada por el sol, había doscienta cincuenta y una mil absurdas orejas de ratoncillo negro a la disney. Sin duda, la vida de Jonás iba como una noria, pero especializada en viajes del Inserso.
-Pues estupendo, al montón de reciclado... -aquello, se lamentó, no servía ni para regalos de Reyes. Quizás, de haber estado su amiga Raquel habrían encontrado la manera de convertir esa acumulación de plástico en un torreón de orcos o el castillo chamuscado por la toma de la bastilla de los barriguitas, o algo. No. Lo mejor era el reciclaje. O llevarlo a la oficina de correos, claro.
Dejó la caja en la entrada y, tras una cena frente al televisor, se fue a acostar. De noche soñó con una hermosa mejicana con orejas de ratón que trepaba por lo alto de un castillo hasta alcanzar un nido de bebés ballena en lo alto de una torre. Lleno de sudor, se incorporó a las cuatro y media de la mañana y ya no pudo pegar ojo.
Jonás seccionó naranjas, las exprimió hasta que confesaran la última verdad o pepita, vertió la declaración en dos vasos y salió a la terraza. Desde allí contemplaba siempre que podía el amanecer de una ciudad torpe, con la radio dando voz a los últimos locos que llamaban para contar que habían visto a la virgen aparecida en el corte de unas rodajas de chopped, y Cracio, el canario más aburrido del mundo, mirándole como ausente -o con la mente de un pájaro con una vida interior tan plena que no le interesaba en absoluto la exterior. Dos vasos: uno para Jonás y otro para el mundo, se decía a sí mismo, tratándose en tercera persona -uno de esos gestos patéticos que lo caracterizaban.
Naranjas, noticias, el silencio del canario, y la soledad convulsa para rematar una noche sobresaltada. ¿Por qué aquella caja? Era un error, estaba claro. Pero... ¿por qué aquel sobresalto? Había algo extraño. Como un pitido inserto en la sien, una alarma a la que se negaba a hacer caso, un sonido para estar alerta que...
Apagó el radio despertador que había situado en la terraza, porque Jonás siempre se ensimismaba mirando la ciudad madrugara lo que madrugase. Acabó de vestirse y se fue con la chaqueta, el maletín y la caja llena de orejas de juguete.
Quiso devolverla en el descanso de las once y media. Hora cocacolalight, se decía. En la oficina de correos no trabajaba ningún obrero descolgado en un andamio con el mono anudado en la cintura y el sudor enroscado al cuello como un colgante lujurioso. En lugar de eso, una mujer que llevaba teñidas hastas las buenas intenciones, le tosió con desgana que allí no recogían los envíos equivocados, que no haber firmado, que hiciera lo que quisiera.
-Pero entre las cosas que yo quiero no está el tener un millar de orejas de juguete.
- Ay, la de cosas que no queremos y aquí estamos.
Jonás se fue con la caja, con el humor decreciente y la duda de qué ocurriría si él daba una respuesta de ese tipo en el espantoso trabajo al que tenía que volver en cuestión de minutos y del que preferiría que no se supiera nada.
Toda la tarde, tapa de callos en el bar de bajo incluída, estuvo cargando con el paquete equivocado que iba ganando, con el avance del día, un rasgo épico preocupante. A las ocho, el mundo giró lo bastante como para sacar de la rutina a Jonás, pero no lo suficiente como para que aquello le gustara.
- Le he dicho que me llevo la caja: ya.
Cierto, antes de que la chica -no sabíamos nada de aquella chica- llegara a utilizar un tono tan autoritario con el bueno de Jonás (o el tipo que para entonces había desechado la idea de incluirla en su selección imaginaria de mujeres con las que pasar un buen rato) ella había sido educada. Cuando Jonás le abrió la puerta, unos tres minutos antes del desastre, sólo pudo pensar en la candidez de una monitora de scouts con galletas, lotería con la que financiar un viaje a Amsterdam o camisetas con logos dibujados por una amiga que quería estudiar, pobre, bellas artes en algún momento de su vida académica. Educada, con el flequillo perfectamente alineado, y una sonrisa escolar que inspira paz a los adultos porque, sabes, no ha pasado aún ningún mal trago de los eufemísticamente llamados momentos de madurez.
- Disculpe, me preguntaba si no sería mucha molestia...
-En absoluto.
- ... si no sería mucha molestia que me diese una caja que, por error, ha llegado a su dirección. Soy la vecina del quinto.
- Ah, claro. Ha sido muy curioso. Llegó ayer por la tarde, en un envío urgente y quise devolverla a correos.
- ¿La ha devuelto?
- No, no. Lo intenté, pero no la aceptaron. Se ve que al estar firmado...
- Entonces la tiene.
-Sí, sí. Claro. Qué cosa más rara de caja, permítame que le diga. Toda llena de ore...
- Si la tiene, le pediría que me la diera. Se trata de un error.
- Desde luego, la caja. La tengo fuera.
Mientras Jonás se adentraba en la casa en busca de la caja, la chica tamborileaba en el umbral de la puerta. El gesto parecía responder al movimiento de muchos dedos. Más de los que tiene una chica joven, con aspecto de monitora de scout y una vida lo bastante corta como para que las circunstancias o el narcotráfico se llevaran alguna de sus falanges en un descuido.
-Aquí tienes.- Jonás dejó la caja suspendida en la pregunta- Perdona... ¿no es muy raro?
- ¿Cómo?
-¿No es muy raro?
-....
- Lo de las orejas, digo. Si se trata de un regalo es... no sé. ¿Siniestro?
-No le entiendo -la chica intentó atrapar la caja con disimulo mientras Jonás la dejaba en una especie de levitación difícil de alcanzar para mentes pragmáticas.
- Me refiero a que no sé muy bien para qué nadie, y menos una chica como usted, puede querer tantas unidades de lo que parecen orejas arrancadas a muñecos de Mickey Mouse.
- Eso no es de su incumbencia, ¿no cree? -Ella no era de las que sabían irse por las ramas.
- Creo que no sobra una explicación. - Jonás no era de los que se daban por vencidos a la primera respuesta incómoda.
- Le he dicho que me llevo la caja: ya.- A ella no le gustaban las conversaciones circulares. De ahí que rompiera su perfecta imagen de perfecta adolescente con una perfecta pistola brillante, de las del dedo en el gatillo y la boca diciendo reza lo que sepas.
- ¡Toma! ¡Son sólo un montón de orejas!- Jonás, por su parte, no era de esos idiotas que hacen de una verdad incómoda un epitafio ridículo.
- No lo son, Jonás.
Y se fue. Se llevó la caja, las orejas de juguete, el misterio y todo un mito sexual de inocente rubia veinteañera que Jonás no podría recuperar nunca. La mañana siguiente llegó a las cinco, con media ciudad enferma por la reseca de las fiestas, el frío y un resquicio de gripe que se hacía fuerte en la población envejecida de aquella región. Cracio no quiso cantar. Todo tenía, pensó con sus dos zumos en el borde de la terraza, una sombra mortecina. La cuesta de enero era difícil, decía la radio -que había abandonado a su suerte a la legión de dementes de los programas nocturnos-, y se iniciaban guerras civiles en varios países del globo. Curiosamente, Jonás no recordaba haber escuchado el radio despertador esa mañana.
Al salir a la calle, camino del trabajo, Jonás creyó notar una ausencia que no supo describir. En el trabajo había más silencio del que creía. En el autobús. En la óptica donde fue a llevar a su hija a probar unas gafas que no acababan de quedarle derechas. De vuelta a casa, en la tienda de la esquina donde compraba el pan y la leche.
A media tarde, interrumpiendo una improvisada siesta frente a la teletienda, el cartero llamó una sola vez a la puerta -porque era un cartero y no el personaje de una película.
- Disculpe, me dijeron en la oficina que le llegó un paquete equivocado.
- No se preocupe, todo arreglado. Vino una chica a buscarlo ayer tarde.
El cartero se sorprendió, aunque no mucho, y emprendió el camino por el rellano. Mientras esperaba el ascensor, Jonás echó de menos la oreja derecha del hombre, como si esa fuera la carencia que lo había perseguido durante todo el día.
Fue a la terraza. El otro vaso de zumo estaba acabado.
El mundo estaba sediento, pensó. Y entonces comenzó el ruido, que sólo él pudo oir.

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