La revolución no, pero la muerte sí será televisada


No soy quién para juzgar el duelo de nadie. No he vivido la pérdida de un padre (un padre que pierde la memoria, que está pero ya no es cuando se muere su hija mayor, un padre que años después de no ser aunque estar, se está muriendo). Mi padre vive y es. Y aunque no fuera así, no soy quién para juzgar el duelo de nadie. 
Quizás de repente te tiemble la identidad, quizás en lugar de recogerte en ti y en los tuyos, te expongas, te protagonices a ti y protagonices a tu padre. Quizás, ante ese final del de donde vengo, fagocites ante una sala llena de prensa y cámaras, al padre que todavía está
O con dolor, con una sensación de miseria en el cuerpo pero también de deber, recojas un testigo, un mandado, de algo que crees, o quieres creer, que tu padre querría que hicieras. (¿Tu padre querría que todo el país estuviera pendiente de sus últimas agónicas horas?). 
Y cuando alguien se duele recurre a aquello en lo que cree, a lo que se aferra, o lo que le ha pillado a mano. Por tanto, encomendarse a la fe, al dios que sea, es una cosa propia. De su duelo, de su búsqueda entre la penumbra, porque es cierto que el dolor nos ciega. 
Pero aún así, pese a tu dolor, pese a encomendarte a ti mismo la tarea de vocero de una muerte ya por siempre anunciada, si compareces como hijo del denominado primer presidente de la democracia en España, recuerda que ya que llamamos a esto democracia también decimos que es un estado laico. Y como tal, en un acto público, político, poco sentido tiene que en esa comparecencia ante los medios se hable de que el alma se la llevará Dios cuando considere. 
Que qué quisquillosa es una ante el duelo de un hijo. No. No lo imagino. Y además no quiero imaginarme su dolor. Un dolor que conozco por otras personas a las que quiero, a las que he acompañado. Un dolor que vendrá, claro, probablemente, y que no pienso adelantar bajo ningún concepto. No, es su dolor: que rece a los dioses que guste, que trace recorridos del alma por lugares mejores, que piense en la paz, que piense en la resurrección, que se aferre a todo lo intangible, que es una herramienta tan humana. 
Pero lo público, lo político. Si cuenta esto porque su padre (a diferencia del de mi madre) fue el primer presidente de la democracia en la historia reciente de este país, no viene al caso hablar de Dios.
Que qué quisquillosa es una ante el duelo del hijo de Adolfo Suárez. Quizás porque él quiso un micro y tuvo todos, para hablar de un hombre que, en la medida en que podía aportar luz a estos tiempos, ya se había ido. Pero no he visto todos los micros ante los familiares, los hijos, las madres, de los marineros que se murieron hace unos días. No he visto todos los micros ante los familiares de los hombres, las mujeres, que saltaron por la ventana antes del desahucio. No he visto todos los micros ante los familiares, los hijos, las hijas, de las mujeres asesinadas por sus maridos o sus parejas (cuánto psicópata con la misma tendencia, no tendrá que ver la educación? no tendrá alguien que decirles a ellos que no peguen, que no maten?). No he visto todos los micros ante la inminencia de la muerte de casi nadie. 
Y no los quiero.
Donde quiero los micros, todos, es en las calles donde las personas marchan y caminan por cambiar las cosas. Desde abajo, desde donde siempre han sido los cambios de verdad (lo otro son nomenclaturas, caras, sobres de colores). Quiero todos los micros, la tinta toda de cada plumilla, discos duros llenos imágenes que recojan la vida. La lucha. El cambio.  Micros paras las voces que hoy están vivas y hacen y afectan y quieren que sea por el bien de todos, de todas. Lo común. Claro, voces comunes. 
Pero ya lo decía la canción, la revolución no será televisada. Y eso que hay tantas televisiones encendidas esta noche...