Limpiar el criterio



Hemos aceptado las etiquetas. Tampoco es una revelación. Antes de nacer ya queremos saber si niño o niña. Y una vez nace, qué quiere ser de mayor. Y qué estudias, o qué no estudias. Si eres hipster o eres normalcore o eres choni o eres tronista. Si los Rolling o los Beatles. Si comes animales o no. Si la trilogía de Nolan o la de Tim Burton. Si fútbol o no. 
Hemos aceptado las etiquetas y buscamos a las personas como quien busca en las baldas del supermercado. Si estás en la balda de lo que se autoconserva. Si estás en la balda de lo fresco. Si estás en la balda de las empanadas. Si estás en la balda de lo ecológico. Si estás en la balda de lo inflamable. 
Servidora, que es más de leer libros de difícil catalogación, y de probar el vino antes de valorar si le gusta o lo aborrece, preferiría que las etiquetas desaparecieran. Pero servidora lo lleva claro y lo sabe. 

Con todo, como nos han tocado vivir tiempos interesantes -y en esa maldición estamos y desde esos tumbos intentamos- parece que también se quieren encontrar espacios donde discutir las inercias. Donde crear de otro modo, estar de otro modo. Aquello que quienes por miedo a intentarlo y mancharse el calzado dicen utopía y quienes nos empuercamos sin problemas siempre y cuando no ensuciemos lo de dentro decimos guerrilla, cuando menos. 
Pero las etiquetas rascan por dentro de la ropa. Y seguimos llevando ropa, aunque toda ella esté embarrada de tanta pelea y gastada de tanto fregao. Las etiquetas sobreviven a prelavados y a ataques zombies. Y podemos escuchar en el mismo espacio y tiempo a alguien que desconfía de las personas que tienen mucha formación académica y habla del mal de la titulitis, a la vez que otra persona considera que la oratoria de quien ejerce una profesión en el terreno de la limpieza, por ejemplo, no está a la altura de interlocutores con varios másters.

Una, que vio cómo por la facultad de filología pasaban estudiantes que se vanagloriaban de no leer un sólo libro y sacar mejores notas nada más que con apuntes, sabe que se puede pasar por la universidad como un envoltorio de gusanitos.
Una, que cuando bajaba por primera vez a la mina le preguntó a la mujer que le daba la ropa cuántas veces había bajado ella, tuvo que escuchar cómo alguien con mucha formación y supuesta cultura le preguntaba a modo de chiste si había tenido que barrer también el suelo bajo tierra. 

No sé qué capacidad de idiocia tenemos los seres humanos, pero sé que a mí me siguen asombrando sus límites. Estar en un contexto no sospechoso de esa idiotez no es garantía de nada. ¿La ventaja? Ahí la tenemos: las etiquetas nos persiguen, en la trinchera hay también batalla que librar, el lenguaje desnuda al idiota. 

Qué falta nos hace que vengan a limpiar tanta tontería, a ver si bajo eso encontramos qué es, de verdad, el criterio. 

0 comentarios: