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-Mire, señora Marta, que esto lo tiene que es un peligro. Un día vamos a tener una desgracia.- Y mientras el cartero ya se acercaba a la puerta, Marta Gozalbes seguía sacando brillo a la última de las copas de vino de la colección "Aire de viña". El cartero miró la tienda por última vez antes de reanudar el recorrido calle abajo y pensó en todo lo que había cambiado aquella ferretería desde que Ramón tomara las de villadiego del brazo de una peluquera de Logroño. De hecho, ya no tenía ninguna de las cosas que dan nombre a una ferretería: tan sólo utensilios de cristal y lozas blancas. "Lo que yo diga, una desgracia" y bajaron, cartero y carrito, la Avenida Miraflores.

El día en que Ramón se fue, Marta no derramó ni una sola lágrima. A cambio comenzó a limpiar todas las copas de la casa. Treinta y tres piezas -una se había roto las últimas navidades- de cristal, regalo de bodas de sus tíos. Los de ella. Cuando se acabaron las copas, siguió con el jarrón y los espejos de abajo, en la tienda. Y descubrió que aquello aliviaba bastante. Así que, con lo ahorrado en terapias y divanes post-abandono, fue remodelando la anodina ferretería de la Avenida Miraflores hasta convertirla en una tienda donde la luz refulgía y todo era blanco y brillante. Tanto que logró que el nombre de la calle no resultara tan irrisorio para los transeúntes que sólo veían una acera estrecha y oscura, con tres tiendas grises y un hostal que frecuentemente fumigaban. Y aunque el cartero se quejaba siempre, todos sabían que estaba encantado de pasar por allí para admirar la belleza de la tienda y de su dueña y de paso dejar siempre unas flores en el jarrón del mostrador. "La próxima vez le plato un beso a ese hombre tan tímido y quejica".
Quién sabe cuantos cristales sonaron justo después de que Marta Gozalbes, que ya se había decidido a darse a sí misma otra oportunidad, acabase de pensar en el cartero y aquel beso imaginario.
Más curioso fue que mientras el coche de Jaime Cuesta, despistado por el fulgor de aquella tienda, antigua ferretería, se precipitaba sobre la luna, las estanterías y las copas, el mostrador y la propia Marta, ella volvió a pensar en el cartero. Esta vez para darle la razón. Pero ya era tarde para evitar la desgracia.

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