Gallardón, Málaga, Yale

Querida Alba:
hoy se juntan demasiadas ideas como para no buscar el hueco y escribirte. Te habrá llegado la noticia: la ley de Gallardón no saldrá adelante. Con todo, aunque apetece celebrarlo, claro, porque es una victoria de la calle, de la respuesta social que se ha dado, una demostración de que movilizarse sí sirve y de que el miedo -como se dijo ya en 2011- está cambiando de bando; con todo, digo, me queda una sensación agridulce. Por un lado está eso que hoy escribía tan bien Andrea, la cara casi de agradecimiento que le pones al matón del cole cuando en el último momento decide no pegarte. Y está esa otra sensación de cortina de humo que un poco tuve con esta historia desde el principio (ya sabes que Juan es así, de soltar la certeza y ponerse a otra cosa mientras la deja a una pensando). Pero qué irritante es que el cuerpo de la mujer sea además de objeto publicitario material para una cortina de humo. Y hay otro asunto, que no tiene que ver directamente -pero claro, todo tiene que ver siempre y a fin de cuentas- con todo esto. Te hablo del caso de la chica de Málaga que había denunciado primero a cinco chicos (algunos menores) por violación y que hace unos días se ha retractado de esa acusación. Y te hablo no tanto del caso como de la respuesta en la llamada opinión pública. Llevo unos días triste con este asunto, te lo confieso. Triste sobre todo por la agresividad de la respuesta, por la constatación de que cualquier relato, por traído con pinzas que sea, resulta mejor que formular preguntas. Y me pregunto dónde están ahora los partidarios de las teorías conspiranoicas, esas mentes que rascan hasta donde nunca se impresionó nada en pro de una verdad otra, y que en este caso se valen del juicio, del prejuicio fácil. Si vamos al caso concreto, sólo tengo preguntas. Un montón, demasiadas para emitir ningún juicio. Y aunque es fácil pensar en que bastante terrible es que en el estado español se den tantísimos casos de violación nunca denunciada, y que noticias así hacen un grandísimo daño; ni en el caso de ser cierto que no fue una violación me parece oportuno pensar de esa manera. Los interrogantes que se plantean son muchísimos (¿desgarros consentidos o es que miente el informe médico? ¿las lágrimas eran por arrepentimiento o es que miente el informe policial? y si es que sí, que se consintieron los desgarros y que las lágrimas eran por un pudor posterior, ¿todo eso no da qué pensar? ¿cuándo y cómo se expresa que eso que está sucediendo ya no quieres que suceda? ¿cómo lo interpreta la otra parte? ¿qué desajuste existe en nuestra educación sexual para que todo eso pase sin que sea un problema?). Son muchísimos como en tantísimos casos. Pero normalmente no se hacen tantas preguntas. Aunque si se trata de un deportista famoso que ha disparado a través de la puerta del baño a su pareja con la que momentos antes discutía, los interrogantes sí parecen importar. Llevo todo el día con el asesinato de Rocío Wanninkhof en la cabeza. ¿Que qué tiene que ver? En realidad su muerte no tiene nada que ver. Pero sí todo lo que la envolvía, el caso tan expuesto en televisión, el modo en el que juzgamos durante años a la amiga de la madre, el modo en el que todas las piezas que los medios de comunicación colocaron para construir el relato encajaban tan perfectamente. Recuerdo que yo lo tuve claro, que pensé que aquella mujer, por algún despecho, había sido la autora del asesinato de la hija de su amiga, o de su amante, o de la mujer a la que amaba pero que no la correspondía. Recuerdo que no dudé, si quiera. Como si la historia la hubiera estudiado yo misma, como si yo hubiera interrogado a las partes, como si hubiera peinado la zona donde el cuerpo, la noche de autos, todo. Pero recuerdo más aún, con una fuerza más demoledora el día que salió la noticia. El autor era otro. Un desconocido en el relato. Algo fortuito. Un fallo en el matrix que se nos había contado. Aquella mujer asesina no era una asesina. Aquella mujer que tenía tal temple casi maquiavélico lo que tenía era la tranquilidad de saberse inocente. La asesina no lo era. Y el pueblo había sido feroz. Y yo había sido también ese pueblo feroz. Recuerdo, Alba, que ese día entendí que la vida no era un relato bien armado. Y que mucho menos la vida se parece al relato que cuentan los mass media. Recuerdo que me sentí muy perdida y, sobre todo, muy estúpida. Y no he vuelto a creer nada de esos casos que se presentan para que los ciudadanos se sientan mejores. Como esos programas de Cuatro que sabes que odio, en los que vemos qué mal comen otros, qué mal educan a sus hijos otros, qué mal gestionan su dinero otros. Lo mismo: cuándo vemos qué débiles han sido otros, qué terribles medeas matando a sus hijos, qué horror humano asesinando a los padres, a los vecinos... ¿Sabes que han dicho que a ella le debería caer, por mentir -sin más cuestionarse-, la misma pena que les iba a caer a ellos por violar? ¿Sabes que en lugar de ver como algo sospechoso que los chavales no quieran la indemnización que, al retirarse la acusación, les corresponde, se ha visto como algo digno de aplauso, caballeroso? ¿Sabes el tono, la agresividad, la rabia que hay en todo lo que dicen sin importar lo más mínimo que sea como sea la historia es sin duda una historia triste que le ha pasado a una persona, a seis personas quizás? ¿Sabes la tristeza profunda de pensar que has tenido un hijo, por decisión propia, pensada, y que el mundo que le ofreces es este? Aunque no lo sea, aunque este mundo no se le esté ofreciendo yo, aunque quiera hablarle del mundo que sí quiero brindarle, ¿sabes lo endeble que se ve todo en días como hoy? Pienso en la carta que sí quería escribirte y que no era esta que te he escrito. En las preguntas que iba a hacerte, y que no son estas que te he hecho -que me sigo haciendo. En tu trabajo allí, en Yale. En lo que haces. En que mi fe está en quienes como tú le buscan la estructura, la base, el armazón a mundo que sí quiero poder ofrecerle a Enzo. En lo mucho que necesitamos a las personas que en lugar de arañar, limpian. Que en lugar de escupir, hablan y escriben. En lo débil que es todo y la falta grande que nos hacemos.

Y a los minutos de escribirte esta carta, Alba, Gallardón dimite. Y eso, que una no sabe si celebrar o si pensar que para este viaje no hacían falta alforjas, aunque por el camino esto refuerza la idea de que manifestarnos sí sirve (porque esa idea, independientemente del proceso interno de cómo se decidió que no y que dimitiera, queda reforzada y quienes lo han decidido lo saben).

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