Un zumbido




En una habitación de hospital había una mosca. Grande, de esas de otoño en la cuenca minera. De las que se resisten al cambio de estación y siguen estrellándose contra el cristal. En la habitación había una monja. Vestía el hábito. Entre dientes me dijo que la matara. Abrí la ventana. La mosca y yo salimos de la habitación. 

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Antes de acostarme fui a por un vaso de agua. Sobre un azulejo estaba un mosquito grande. Pensé que era el insistente mosquito que llevaba varias noches zumbando. Con un papel intenté aplastarlo. No acerté. Toda la noche el zumbido estuvo pasándome de un oído a otro. Toda la noche. Amanecí con una idea clara: tanto si hubiera decido no matarlo como por el hecho de fallar, el mosquito no me dejó dormir. La bondad y la torpeza dan a veces el mismo resultado.



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Soñé que abrazaba a mi abuelo. Subíamos una cuesta parecida a la cuesta que va de la carretera al pueblo. Se cansaba y yo me giraba para ver cómo iba. En el sueño ya tenía un fuerte dolor de espalda. Vi que el pelo estaba negro, como cuando joven, y le dije que me gustaba así. Que era una suerte verle más joven de lo que pude conocerle. Casi al llegar, estaba muy cansado y se quedaba en la portilla de La Quintana. Le decía que estaba bien. Que ya había subido mucho. Le abrazaba y le decía sin que me temblase la voz que le echaba de menos. Me desperté y abracé el cuerpo caliente que dormía a mi lado. Le dije que estaba contenta. Le di los buenos días al cuerpo caliente que despertaba a mi lado.




1 comentarios:

Anónimo | 29 de septiembre de 2014, 12:24

Al abrir la ventana,
elegiste que viviera.

Decidí vivir,
hasta encontrar,
otro cristal,
donde morir.

Porque no existe,
bondad eterna,
ni cuesta sin fin.

Ni recuerdos de un abuelo,
al que nunca conocí,
ni de un pueblo que nunca tuve,
ni de un cuerpo que sentir.